Nos despedíamos. Sabíamos que aquella sería una de tus últimas noches con vida, te lo habrían dicho los doctores. Estabas ebrio y contento. Estábamos en tu casa, que no era realmente tu casa pero siempre que sueño contigo te sueño en esa casa o en una parecida, pero nunca en la que fue realmente tu casa, nunca en la casa en donde en realidad moriste al caer por esas escaleras que bajamos y subimos tantas veces sin sospechar nunca que un mal día te traicionarían sus peldaños. Los peldaños, o tus pies, o tus piernas, o tu cuerpo cansado, o tu hartazgo, o tu infelicidad, o la noche, o el frío, o la fiesta. Estabas solo cuando caíste, nunca sabremos bien cómo fue que terminaste tus días al pie de esas escaleras. Ahora cada vez me importa menos saberlo.
Pero en esta otra noche soñada, cuando nos despedíamos estabas ebrio y contento en esa casa, en esa otra casa, y me decías, como siempre me decías, todo va a estar bien, tú ya vete.
Al abrir la puerta para salir, veíamos a tres prostitutas sentadas en una banca, bajo la lluvia. Una de ellas te decía yo estoy demasiado vieja para ti, pero ellas se van contigo. Las tres chicas se reían, tú te reías también con tus ojos rojos y lentos, y las invitabas a pasar. Tú ya vete, me decías mirando hacia arriba – hacia ningún lugar – mientras las chicas te desnudaban.
Al día siguiente regresé a verte a esa casa, a esa otra casa. Seguías con vida. Estabas todavía ebrio y contento y tus ojos aún sonreían.
Al despertar, sentí el vacío.