Volví a soñar con Bob. Yo estaba en la habitación de un hotel con los músicos de una banda española. Bob estaba en camino pero se había perdido. En una especie de mapa o aplicación, yo podía ver por dónde iba su auto. Le marqué por teléfono para decirle cómo llegar, pero la señal estaba muy mal, mis instrucciones le llegaban fuera de tiempo y Bob daba vueltas por calles que no eran. Podía ver cómo se alejaba. En un momento vi en el mapa que Bob cruzaba todo México desde el sur, subía a Estados Unidos y llegaba a Canadá. Se lo dije, compadre, estás dando una vuelta enorme, por ahí no era.
Se bajó entonces del auto y caminó al hotel en donde estábamos. Fue más fácil. Llegó empapado en sudor y jadeando. Estaba muy emocionado.
Alguno de la banda le dio play a la grabadora. Sonó la voz de un poeta inglés. Bob y yo tomamos un libro y, sumándonos a la voz del poeta, empezamos a leer. Nuestro inglés era terrible, en especial el de Bob: se brincaba palabras, inventaba otras, gritaba y se reía. Daba vuelta a las páginas como si de ello dependiera todo. Estaba en ese estado de éxtasis que le producía la fiesta, la poesía, la música, las charlas, la atención. Muchas veces todo esto al mismo tiempo.
Los sueños, como todo lo que se ha vivido, se convierten en recuerdos y ahí, en la memoria – y en el corazón también – no se distinguen ya de lo que pasa mientras no dormimos.
Todo es vida.
Qué extraño, y qué fuerte es, soñar con las personas que se han ido.