Quizá habrían pasado tres o cuatro horas desde que despegamos. Pasillo. Siempre pasillo: la ilusión de la libertad en esos largos vuelos que cruzan el océano Pacífico entre Australia y México.
Me despertó la voz que anunciaba la posibilidad de una severa turbulencia en los próximos diez minutos. A mucha gente el instinto de supervivencia le ordenó pararse de sus asientos para ir al baño. Yo encendí la pantalla y puse el programa de navegación para ver exactamente por dónde íbamos volando. El mar. Solamente el mar. Pensé en las olas, gigantes, violentas, heladas.
Imaginé el frío y la oscuridad.
Ajusté la pantalla y vi una isla no muy lejos de donde estábamos. Sentí alivio. El mar, por más que sea uno de mis lugares favoritos, su inmensidad y su fuerza nunca han dejado de provocarme miedo. El abuelo diría “respeto”, no miedo. En su generación los hombres no se permitieron expresar que sentían, entre otras cosas, miedo.
Además de miedo, también tuve ganas de ir al baño pero decidí quedarme sentado, mirando la pantalla: nos acercábamos a la isla, volábamos sobre ella, y nos alejábamos.
Pasaron diez minutos. Luego otros diez. Luego veinte. La turbulencia severa no llegaba.
Cuando finalmente me paré para ir al baño, las demás personas ya estaban en sus asientos, intentando dormir de nuevo, con sus cinturones de seguridad ajustados. Se respiraba cierta calma.
Cerré la puerta del pequeño cubículo y me miré en el espejo. En mis ojos pude ver cansancio y culpa. ¿Cómo perdonarse a sí mismo? Pensé que tal vez esa sería la libertad: poder ir por ahí sin sentirse culpable de nada, haber encontrado la forma de perdonarse sin perder la razón, sin volverse un inconsciente, un hijo de puta. Pensaba en eso cuando llegó la turbulencia severa.
Mientras el avión se sacudía con violencia y las alarmas de ajustarse el cinturón sonaban, yo me bajé los pantalones y me senté en el escusado. Para entonces ya estaríamos bastante lejos de la isla.